jueves, 13 de febrero de 2014

Ya hay una Junta Nacional de Granos, pero privatizada y transnacionalizada...

Por Javier Ortega

Según La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) diez corporaciones transnacionales controlan el 80% del mercado mundial de alimentos en un planeta con mil millones de habitantes que padecen hambre. Parece que la alimentación es asunto importante como para
dejarlo librado a empresas privadas.

 De esta liga, seis de sus miembros (Archer Daniels
Midland, Bunge, Dreyfus, Cargill, Nidera y Toepfer) manejan el
82% de las exportaciones de Soja en Argentina. Estas firmas a su
vez oligopolizan el 60% de todas las exportaciones agropecuarias argentinas.  La Junta Nacional de Granos (JNG) tenía entre sus funciones controlar a las instituciones que intervengan en el comercio de granos, fijar los precios mínimos y los de
exportación, como también ejercer el comercio exterior de los granos en la oportunidad que el Poder Ejecutivo disponga. Estas potestades en cabeza del Estado son imprescindibles en una economía donde los grupos concentrados pueden vía oligopolio fijar el precio que les convenga y expoliar al pequeño y mediano productor agropecuario.

 No es la única razón que justifica internacionalmente (por sus ventajas comparativas
naturales) que convive con un sector industrial de insuficiente desarrollo. De allí que la industria
requiera para su crecimiento de equipos que deben importarse. Estas importaciones se financian
con las divisas que produce el sector agropecuario con sus exportaciones. ¿Y por que un
sector debería financiar al otro? Simplemente porque es el sector industrial el que genera más
tecnología y puestos de trabajo. El agro por si solo no puede absorber las necesidades de
empleo de una población económicamente activa de 20 millones de personas como la de Argentina. Las naciones avanzadas y con mejor nivel de vida son industriales, no agropecuarias.

 En estos días se debate la necesidad de evitar un deterioro en el poder de compra de la moneda nacional por el aumento de precios (especialmente de los alimentos que es lo que más afecta a la población) y el
incremento en la cotización del dólar. En las dos aristas mencionadas, la JNG de granos sería una herramienta más del Estado para operar sobre estas variables a favor de la ciudadanía. Cuando interviene en el comercio exterior de granos estableciendo precios de referencia, la JNG no solo evita la expoliación del
productor no capitalizado que no tiene capacidad de retener el grano especulativamente, sino  2
que también desconecta los procesos de aumento de precios externo de los alimentos evitando
que impacten en el mercado doméstico. Función que hoy cumplen las retenciones.
Por otro lado, y siendo las exportaciones agropecuarias una vital fuente de
divisas para la economía argentina, la JNG al ejercer el comercio exterior evita las
maniobras especulativas de inmovilización de granos que perjudican la entrada de dólares
necesarios para apuntalar a la industria.

 Pero el decreto 2294 del año 91 (obra maestra del neoliberalismo liquidador del Estado) eliminó la JNG. Podríamos pensar entonces que las potestades que ella ejercía desaparecieron. No. No
desaparecieron. Simplemente pasaron de mano, y ahora las ejercen de facto ese cartel de media docena de transnacionales que mencionamos arriba. Imponiendo su situación dominante en el mercado, Cargill,
Dreyfus y Cia fijan precio y manejan la entrada de divisas del rubro agropecuario. Dicho en
otras palabras, el poder que antes tenía el Estado para intervenir con el fin de proteger el
bienestar general, lo tienen ahora empresas extranjeras para proteger su afán de lucro. Aunque este esté reñido con el interés nacional.

 Pensamos en la dirigencia de la mesa de enlace, misma que execra una vuelta de la JNG y que
nada dice respecto al cartel transnacional que le maneja las exportaciones agropecuarias. Nos
viene a la mente el concepto de Aldo Ferrer de densidad nacional: esta requería de lideres que
identifiquen claramente cual era el interés de su país frente a las intromisiones externas que frenan
el desarrollo y aceleran la dependencia. Solo la ausencia de estos líderes explica la miopía de
no ver que ya hay Junta Nacional de Granos. Pero privatizada y transnacionalizada.

 Javier Ortega
Docente UBA.
Doctor en Derecho Público y Economía de Gobierno.

Fuente: Realidad Económica, febrero de 2014

lunes, 10 de febrero de 2014

Venta alternativa en ferias: sin la concentración es más barato


 FERIAS DE AGRICULTORES FAMILIARES, UN COMERCIO LIBRE DE LOS FORMADORES DE PRECIOS
Más de 300 ferias de pequeños productores ya funcionan en el país, que venden productos frescos y alimentos elaborados mucho más económicos que los de hipermercados. Otros precios son posibles, según explicó la secretaria de Desarrollo Rural.




 Por Raúl Dellatorre
Mientras que en los grandes centros urbanos está planteada una complicada disputa por desarmar las prácticas abusivas en la formación de precios, con grandes cadenas comerciales y empresas productoras altamente concentradas en la mira, desde el interior del país se desarrolló una tarea muy distinta, pero que confluye hacia el mismo objetivo. No menos de 300 ferias y “plataformas” comerciales funcionan en distintos puntos del país, reuniendo a productores zonales para ofrecer una amplia variedad de alimentos a precios, habitualmente, muy inferiores a los que se pagan en las góndolas de Buenos Aires, Rosario o Córdoba capital. “Funcionan como mercados de cercanía, en localidades pequeñas o medianas de todo el país pero también en el conurbano bonaerense; se abastecen con la producción excedente de pequeños agricultores familiares pero con estándares de calidad muy elevados. Pueden ofrecer sus productos a una población de dos mil o de cien mil habitantes según el caso, no pretenden llegar a las grandes capitales ni a la góndola de los hipermercados, pero con la acción impulsora del Estado han logrado, en cinco años, generar una oferta alimentaria diversificada y accesible, inclusión social y equidad para una población a la que las leyes del mercado no se las garantizan”, describe Carla Campos Bilbao, secretaria de Desarrollo Rural, que desde 2008 lidera este proyecto.
Con distintos niveles de intervención estatal, desde el apoyo para la conformación de organizaciones comunitarias, a la instalación de centros de procesamiento para el agregado de valor a nivel local, el programa de desarrollo de la agricultura familiar ya engloba a 85 mil productores en todo el país. Su producción fluye por circuitos alternativos a los tradicionales, habitualmente muy concentrados en su manejo y centralizados en el abastecimiento a grandes centros urbanos. El desarrollo de este tipo de organización productiva ha posibilitado, por ejemplo, que en Misiones, que hasta hace cinco años “importaba” de otras zonas del país más del 80 por ciento de los alimentos que consumían sus habitantes, haya podido revertir esa relación y hoy produzca, en su territorio, más del 80 por ciento de sus alimentos a través de la agricultura familiar.
“La intervención pública es estrictamente necesaria para alcanzar estos logros, porque se trata de dotar a los pequeños productores de las herramientas para poder desarrollarse, encontrar los canales de comercialización y facilitar las condiciones de asociatividad”, señala Carla Campos Bilbao al explicar la tarea y sus resultados. “El desafío es garantizar alimentos básicos a la población, pero de la mano de estas intervenciones del Estado, que fueron más de 2500 en cinco años, también se logra el desarrollo social de las zonas rurales, que es lo que explica hoy las muy bajas tasas de desocupación y de mortalidad infantil”, sostuvo ante Página/12.
El modelo de desarrollo de ferias itinerantes y francas arrancó entre 2009 y 2010, como una forma de acompañar la reactivación del consumo y la necesidad de atender “una nueva ruralidad, no limitada al alambrado y al paquete tecnológico”, apunta Campos Bilbao, en referencia al modelo de producción extensivo que ata la producción primaria a la exportación y a los monopolios que le venden la semilla, fertilizantes y agroquímicos al productor dejándolo cautivo del monocultivo. “No podemos caer en la trampa de que el mercado resuelva la meta de las 160 millones de toneladas de producción, planteada en el Plan Agroalimentario 2020, aumentando simplemente la producción de soja”, advierte la funcionaria.
El programa de desarrollo de ferias regionales ya incluye a más de 30 puntos de concentración de producción y ventas en provincia de Buenos Aires (La Plata, Luján, Esteban Echeverría y La Matanza son algunos de los lugares donde más se han expandido), 6 en Corrientes, 4 en Entre Ríos, 3 en Salta. En Misiones, existen 55 ferias reunidas en la Asociación provincial de Ferias Francas. En Río Negro, funciona en la ciudad de General Roca la feria de horticultores, de lunes a viernes, a primera hora para mayoristas (de 6 a 9) y luego para el público en general (de 9 a 14). Los productores asociados siguen un protocolo interno por el cual garantizan un piso de calidad y se comprometen a que los precios entre los 30 puestos existentes no difieren mayormente para un mismo producto. Los precios son notablemente más bajos en que los supermercados y la calidad es superior. La manzana, por ejemplo, que las grandes firmas de la zona destinan prioritariamente a la exportación, y dejan para el mercado interno la de menor calidad y a precios elevados, en esta feria se obtiene a mitad de precio que en un supermercado (7 pesos por kilo contra 14). El modelo de comercialización en ferias zonales, lejos de reducir la dieta alimentaria a unos pocos productos de cultivo local, este tipo de organización ha diversificado notablemente la oferta de alimentos.
Es una forma distinta de entrar en el debate por la competitividad y la distribución de ingresos; en la instancia actual, donde salen a la luz los abusos de los sectores formadores de precios en la cadena de procesamiento y comercialización de alimentos, hay experiencias que revelan que, desenganchándose de los circuitos tradicionales, productores y consumidores salen beneficiados a la vez. “Donde hay concentración en algún punto de la cadena, cualquier medida que mejore el precio final no llega al productor, porque el que tenga el poder de control se la apropia y no la transfiere: es el caso de la devaluación, de la que al productor de una economía regional prácticamente no le llega nada”, sostiene Campos Bilbao.

Fuente: Pagina 12, 9 de febrero

miércoles, 5 de febrero de 2014

Cien años del Puente Transbordador Avellaneda, símbolo de una etapa de desarrollo

Cultura y Educación
El que a hierro vive
Por Carlos Gradin


Este año el Puente Transbordador Nicolás Avellaneda de La Boca, el Puente Viejo, cumple cien años y su presencia inquietante sobre el Riachuelo, especie de oscura poesía industrial del siglo XIX, plantea desafíos en un contexto de recuperación del castigado sur de la ciudad. En su centenario, el Puente será reinaugurado y, cuando vuelva a funcionar, se podrá solicitar a la Unesco su ingreso al Patrimonio de la Humanidad. Entretanto, Radar repasa la historia y el significado de este símbolo porteño, aislado e imponente.

A Walter Benjamin le hubiera gustado el Puente Avellaneda. Pero no sólo porque es obra de un discípulo de Eiffel, y un testimonio tardío de la “poesía industrial” del siglo XIX. También le apasionaban las alegorías, digamos, los símbolos rotos, los pedazos de historia a los que nadie está seguro de qué uso darles.

En pocos meses se cumplen 100 años de su inauguración. Y el Puente sigue siendo uno de esos objetos incómodos. Basta pensar en dónde está ubicado: sobre el Riachuelo, une las orillas de la Boca y Avellaneda, más precisamente la Isla Maciel. El Puente roto conecta uno de los circuitos estrella de la Buenos Aires turística y un barrio de leyenda prostibularia, aislado desde hace años del resto de la ciudad, conectado a ella por un servicio de botes.

Cuando lo inauguraron, en 1914, el Puente Transbordador llevaba a los obreros que iban al polo industrial de Maciel, donde funcionaban la Usina CATE, el frigorífico Anglo, astilleros y carboneras. En la Isla había paseos de fin de semana en parcelas verdes. Y clubes de remo, creados por sus pioneros en el país, los trabajadores ferroviarios ingleses.

Hoy circulan informes de ONG fantasmales que comparan la contaminación del Riachuelo con Chernobyl. En el medio, la zona vivió el auge y la decadencia de un país industrial. El puerto cerró, y con él desaparecieron las cantinas y la economía asociada a la navegación. Quedaron las obras de Quinquela, con sus paisaje de botes a vela y aires de aldea. Y sobre todo, su creación más indeleble, Caminito, creado por el mismo Quinquela en los años ’60.

La reinauguración del Puente, programada para este año, da pie para revisar esta historia. ¿Qué fue el Riachuelo? ¿Qué podría ser? Es una pregunta casi imposible para los nacidos de los ’70 en adelante. Para quienes fueron jóvenes o adolescentes en los ’90, el Riachuelo fue –a lo sumo– un motivo de risa, entre el desgano y el pesimismo. Sin recuerdos de una ciudad portuaria, el Riachuelo era un símbolo oscuro y amenazante, una mezcla de estigma y prueba irrefutable.

Pero alguna vez el río supo inspirar cariño. Y el Puente Avellaneda fue un emblema de lo que podía prometer a los que llegaban en los barcos: industrias, trabajo, tal vez prosperidad. Una historia muy difundida en La Boca dice que Aristóteles Onassis amarró un barco bajo el Puente en la década del ’20, recién llegado de Grecia con un puñado de dólares con los que empezó su negocio de venta de tabaco y cigarrillos egipcios. Su fortuna nació en las orillas del Riachuelo.

Quedan rastros de esos años dorados. Todavía es posible charlar con algunos de los remeros que se entrenaron hasta avanzados los años ’70 en los últimos clubes de remo de la zona, como el Club de Regatas de Avellaneda. Y escuchar su nostalgia por los años en que el río era parte de su rutina diaria, cuando bajaban en sus botes por la Vuelta de Rocha y pasaban bajo el Puente Avellaneda, rumbo a las dársenas de Dock Sud en las que entrenaban para salir a competir en otros ríos del país. “Había una playa ahí mismo”, juran. Le decían Puerto Piojo: un banco de arena al que acudieron durante décadas vecinos de la zona para pasar tardes de ocio en un rincón con vista al río.

Como cuenta Graciela Silvestri en su libro El color del río, el Puente Avellaneda ya era un icono de la ciudad antes de que inauguraran el Obelisco en 1936. Lo habían rebautizado “Puente Brown” en el uso diario, por ser la prolongación de esa Avenida. Y había sido el escenario de una película taquillera protagonizada por Luis Sandrini.

Por esos años, el Puente se sumó al inconsciente visual de la cultura porteña al incorporarse al logo de la pizzería Banchero. En él se reúnen hasta hoy una paleta del pintor, un engranaje y un barco además del Puente: símbolos por excelencia de eso que Rubén Granara Insúa llama la “alcurnia riachuelense”. “Emblemas que tenían que ver con las cosas más queridas”, dice.

Insúa es el presidente de la III República de La Boca. Anticuario retirado, hoy recibe a los visitantes en la sede de la República, el Museo Histórico de la Boca, ubicado en el viejo Banco Italiano. “Yo viajé en la canasta del Puente Viejo” –recuerda–. “Era emocionante. A los costados la gente, en el medio las chatas con percherones. Hasta el año ‘60 se los veía por acá. Llevaban mercadería: el botellero, el hielero, el que vendía los pollos, además de los empleados y trabajadores de las fábricas.” Y evoca los tiempos en que la familia Banchero introdujo en la Boca su variante de la focaccia genovesa, hecha de pan y cebolla, y ahora rellena con queso, cuando los obreros hacían cola para comprarla en su panadería de la calle Olavarría, bautizada Riachuelo y a pocos metros del Viejo Puente.

Sobre la canasta de la que habla Insúa están puestos hoy todos los esfuerzos de restauración a cargo de los ingenieros de la Dirección Nacional de Vialidad. Ya olvidada –aunque perdura en la silueta del logo de Banchero–, la barquilla era el mecanismo fundamental, la razón de ser de toda la estructura. Se trataba de una plataforma de ocho metros por doce sujetada a un cablecarril tendido a lo largo del Puente, como una precursora de los teleféricos. Lo novedoso era que permitía cruzar el río sin las interrupciones y desniveles de los puentes tradicionales, ya que desde la calle se accedía a la plataforma móvil sin subir ni bajar escaleras, y en menos de cinco minutos se llegaba al otro lado, como si las dos orillas se prolongaran una en la otra.

Unos años después de inaugurado, el Viejo Puente fue reemplazado por el Nuevo, instalado a pocos metros. Los dos se llaman Nicolás Avellaneda pero el Nuevo, hecho de hormigón y equipado con escaleras mecánicas, representaba la modernidad de los nuevos materiales de la construcción, el hormigón armado con el que se levantaban los rascacielos. El Viejo Puente fue cayendo en desuso y se desactivó en 1960, y con el tiempo también el Nuevo acabó fuera de servicio; sin mantenimiento, se hizo acreedor de la fama de ser uno de los lugares más inhóspitos de la zona y acabó reemplazado por los chinchorros. “Todo juguete tiene derecho a romperse”, como escribió el poeta Antonio Porchia, trabajador del puerto durante muchos años.

Hoy el Puente es uno de los ocho que sobreviven en su tipo en el mundo. Es el único fuera de Europa mientras los demás están en las ciudades de Vizcaya (España), Newport, Warrington y Middlesbrough (Reino Unido), Osten y Rendsburg (Alemania) y Rochefor (Francia). Volver a hacerlo andar es un viejo sueño del barrio, impulsado por grupos de vecinos y algunas ONG como la Fundación x La Boca.

El Viejo Puente sobrevivió a varios intentos de desmantelarlo. En la oleada de privatizaciones de los ’90, pero también antes, durante la Intendencia del Brigadier Cacciatore. Si llegó en pie sin duda es por la belleza de su estructura, ya definitivamente inútil. En ella se condensa mucho de lo que volvió a la Boca y el Riachuelo uno de los paisajes más significativos de Buenos Aires, como una frontera entre el pintoresquismo que hizo famoso al barrio y la frialdad de sus industrias y depósitos que lo anclaron a la vez en el mundo de la técnica y el trabajo. El Puente fue un contrapunto para el desborde paisajístico de sus pintores. Esta es la tesis de la historiadora y arquitecta Graciela Silvestri en su atrapante historia del Riachuelo. Pero el racionalismo del Puente también estuvo lejos de la eficacia moderna. El resultado fue más bien un melodrama expresionista, cargado del pathos de un edificio cuyas dimensiones empequeñecen a las casas y las personas que lo rodean. Más parecido a un “monstruo antediluviano”, según Silvestri, dotado de una “fealdad primigenia”, capaz de inspirar tanto admiración como temor y respeto, lleno de rasgos ominosos, como los que nunca faltaron a esa zona de la ciudad, por más que haya intentado revestirse de colores más brillantes.

Las prótesis viejas y chirriantes son uno de los símbolos del pesimismo, entre burlón y paranoico, de la ciencia ficción cyberpunk. Gente en problemas por haberse ensamblado demasiados chips, o haberles permitido demasiadas libertades a máquinas que ya no está claro cómo desconectar. Si vamos a volver a activar el Puente, no estaría de más preguntarse qué destino le estamos preparando, qué le espera a él, y a todos nosotros, cuando vuelvan a ponerse en marcha sus engranajes.

A 100 años de su inauguración, cuando vuelva a andar, el Puente podrá solicitar a la Unesco su ingreso al Patrimonio de la Humanidad, tal como lo propone la Asociación Mundial de Puentes Colgantes, de la que Insúa fue miembro fundador. Mientras los clubes de remo vuelven a las aguas del Riachuelo, y los paneles de expertos discuten qué hacer con el veneno sedimentado durante décadas en su lecho, ya nadie habla del “Puente Brown” porque los nombres familiares se usan para lugares a los que se vuelve de vez en cuando, por lo menos, y hace más de medio siglo que nadie se sube a la barquilla del Avellaneda para ver deslizar el Riachuelo ante sus ojos. No hay marchas pidiendo a gritos que sus orillas se llenen de plazas y paseos públicos. Y los sueños más alucinados sobre el futuro de la zona siguen saliendo de los fondos de inversión inmobiliaria. Pero en el logo de una de las pizzerías más queridas de Buenos Aires queda la huella de lo que alguna vez representaron el río y el Puente para la ciudad, y allí se mantuvo a pesar de las inclemencias, en los años más duros en los que pareció que asomarse al Riachuelo subido a un carro colgante, construido a principios de siglo, era una idea cuyo sentido y beneficios no era atinado transmitir, y promover, ni siquiera entre los usuarios de los botes.

Como sea, vuelve el Puente en 2014, y valdrá la pena estar ahí para verlo.


Fuente: Suplemento Radar - 26 de enero de 2014